
Érase una vez… Francisco de Zurbarán
Érase una vez un niño llamado Francisco, que nació en un pequeño pueblo de Extremadura llamado Fuente de Cantos. Corría el año 1598, y en aquella tierra de campos y cielos infinitos, Francisco aprendió a mirar el mundo con ojos atentos y curiosos.
Desde pequeño, le gustaba dibujar. Con apenas unos años, ya hacía retratos con carbón en las paredes y en cualquier papel que encontraba. Su padre, que era tendero, pensó que aquel talento merecía algo más, y mandó a Francisco a Sevilla, la gran ciudad del sur, donde los pintores eran famosos y los talleres bullían de trabajo.
Allí, Zurbarán aprendió el oficio. Se formó con los mejores maestros, aunque muy pronto desarrolló su propio estilo. No le gustaban los adornos ni las cosas complicadas. A él le atraía la sencillez, la calma y la luz que da forma a las cosas humildes. Por eso, pintaba como nadie los pliegues de una túnica blanca, la madera de un banco o la piel de un santo en oración.
Sus cuadros parecían llenos de silencio. Mirar una pintura de Zurbarán es como entrar en un convento, donde todo es paz y recogimiento. No es raro, porque muchos de sus encargos venían de monasterios y conventos, que admiraban su forma de pintar a los santos, los monjes y los mártires. Con él, esas figuras no eran héroes lejanos, sino personas sencillas, cercanas, llenas de dignidad.
Una de sus grandes virtudes era la manera de pintar la luz. Zurbarán sabía cómo hacer que una tela blanca brillara como la luna, o que un fondo oscuro envolviera la figura principal, haciéndola casi salir del cuadro. Esa magia la vemos en obras como “San Serapio”, donde un mártir parece dormido en lugar de muerto, envuelto en sus hábitos blancos como en un sudario de pureza.
Pero no solo pintó santos. Zurbarán también fue maestro en los llamados “bodegones”, esos cuadros que muestran objetos sencillos: jarras de barro, frutas, platos y vasos, como en su famoso “Bodegón con cacharros”. Y sin embargo, al mirarlos, parecen tener un alma secreta, como si el tiempo se detuviera en ese instante cotidiano.
A pesar de ser un gran pintor en vida, los tiempos cambiaron y su fama se fue apagando poco a poco. Zurbarán murió en Madrid en 1664, bastante olvidado. Pero la historia le ha devuelto el lugar que merece, y hoy sus cuadros son admirados en museos de todo el mundo.
Francisco de Zurbarán fue un maestro de la luz y el silencio. Un pintor que encontró belleza en lo sencillo y supo transmitir la fuerza de la fe y la quietud en cada pincelada.
Y así termina nuestra historia de Zurbarán… aunque sus cuadros siguen hablándonos sin necesidad de palabras.
Erik el rojo
