
Érase una vez… El Cuero
Capítulo 1: Los Primeros Curtidores
(Neolítico, ≈10.000 – 3.000 a.C.)
Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres pudieran imaginar el mundo tal como lo conocemos hoy, las tribus vivían en armonía con la naturaleza. Cazadores y recolectores, se desplazaban por vastos paisajes cubiertos de bosques y montañas. Y aunque no sabían cómo llamarlo, su supervivencia dependía de su relación con la tierra, con los animales que cazaban, y con los elementos naturales que los rodeaban.
En una pequeña aldea, junto a un gran río que parecía susurrar secretos a la luna, vivía un joven llamado Kael. Su aldea era simple, pero su gente era sabia. Cazadores habilidosos, pescadores y recolectores, todos conocían los secretos del bosque. Kael no era el más fuerte, ni el más rápido, pero poseía algo que muchos deseaban: una gran curiosidad.
Cada vez que su gente cazaba un animal, no solo se alimentaban de su carne, sino que aprovechaban cada parte de su cuerpo. La piel, que antes se desechaba, pronto se convirtió en un bien valioso. Con el tiempo, los miembros de la tribu aprendieron que esa piel podía ofrecerles protección contra el frío. Pero las primeras pieles eran duras, rígidas, casi imposibles de trabajar. No comprendían por qué la piel se endurecía cuando la usaban, y muchos se resignaban a usarla solo como mantas o refugios.
Un día, mientras Kael caminaba por la orilla del río, vio algo extraño: un ciervo muerto flotaba en el agua, y su piel se mantenía intacta, arrastrada por la corriente. Intrigado, Kael se acercó y observó cómo la piel brillaba bajo el sol, tan suave y flexible como una prenda de vestir. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la piel del ciervo se veía diferente a las que había visto antes?
Siguiendo su instinto, Kael decidió llevarse la piel a su aldea, donde la colgó sobre una roca plana para secarla al sol. Día tras día, la piel seguía allí, tomando una textura más suave, sin perder su forma. Pensó que tal vez el sol tenía algo que ver con la transformación.
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