
Érase una vez… Gustave Caillebotte, el pintor que congeló el tiempo
Érase una vez, en la hermosa ciudad de París, un niño llamado Gustave Caillebotte que tenía un secreto: aunque su familia era muy rica y él estudiaba para ser abogado, lo que más le gustaba en el mundo era… ¡pintar! Con sus pinceles, quería atrapar la vida moderna: las calles recién pavimentadas, los techos brillantes bajo la lluvia y las personas paseando como si fueran mariposas de ciudad.
Un niño con ojos de artista
Gustave nació el 19 de agosto de 1848 en una mansión elegante cerca del Sena. Su padre fabricaba telas para los soldados y tenía tanto dinero que la familia poseía hasta un castillo en el campo. A Gustave le encantaba pasear por París, observando cómo la luz jugaba con los nuevos edificios de Haussmann (¡esos que tenían balcones de hierro y ventanas gigantes!).
Aunque estudió Derecho y hasta luchó en la guerra franco-prusiana, su corazón latía fuerte cada vez que mezclaba colores. Tras la muerte de su padre, heredó una fortuna y por fin pudo decir: «¡Seré pintor!».
El amigo de los impresionistas rebeldes
Un día, Gustave conoció a unos artistas pobres pero geniales: Monet, Renoir y Degas. Ellos pintaban de una forma revolucionaria —rápido, con pinceladas sueltas—, pero nadie compraba sus cuadros. Gustave, con su corazón generoso, hizo tres cosas mágicas:
- Compró sus obras (¡salvando a Monet de la hambre!).
- Pintó como ellos, pero con su estilo único: preciso como un relojero.
- Organizó sus exposiciones, incluso cuando los críticos se reían.
¡Hasta ayudó a pagar el alquiler de Renoir una vez!
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