
ÉRASE UNA VEZ… FRÉDÉRIC BAZILLE
Un niño con alma de artista
En una vieja casa de Montpellier, donde el sol teñía las paredes de un dorado cálido y las cigarras entonaban su canto en las tardes de verano, nació un niño con alma de artista. Se llamaba Frédéric Bazille y, aunque su familia soñaba con verlo convertido en médico, su corazón latía al ritmo de los pinceles y los colores.
Desde pequeño, Frédéric pasaba horas observando la luz jugar entre las hojas de los árboles, maravillándose con los reflejos del agua en la fuente del jardín y soñando con plasmar esos destellos en un lienzo. Pero su padre, un hombre severo y de ideas claras, insistió en que estudiara medicina. Así que, con la resignación de quien obedece por amor, el joven Bazille partió a París para cumplir con el deseo familiar.
París, el llamado del arte
Sin embargo, París era un océano de arte. Los museos, los cafés, los ateliers de los pintores bullían con la energía de una nueva generación que quería desafiar lo establecido. Frédéric no tardó en encontrar su verdadero camino. Entre libros de anatomía y clases en la universidad, se escapaba a los talleres donde jóvenes rebeldes como Claude Monet, Pierre-Auguste Renoir y Édouard Manet intentaban capturar la vida con pinceladas vibrantes y frescas.
Finalmente, no pudo más. La medicina quedó atrás como un traje que nunca le ajustó del todo, y la pintura se convirtió en su única pasión. Con un entusiasmo incontenible, se sumergió en la experimentación, pintando al aire libre, retratando a sus amigos y desafiando los cánones rígidos de la Academia.
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