Érase una vez… Henri-Edmond Cross
El niño que miraba la luz
Había una vez, en un rincón soleado del sur de Francia, un hombre que pintaba la luz. No los objetos, no las personas exactamente, sino la propia luz. Su nombre era Henri-Edmond Cross, aunque en realidad se llamaba Henri-Edmond-Joseph Delacroix. Pero como no quería que lo confundieran con el gran maestro Eugène Delacroix, decidió simplificar su apellido, como quien cambia de capa para emprender una nueva aventura.
Henri nació en Douai, en el norte de Francia, en 1856. Un lugar de inviernos fríos y cielos grises. Pero su historia no estaba destinada a desarrollarse bajo esa luz tenue, sino bajo el sol brillante del Mediterráneo, entre colores que vibraban como cuerdas de un arpa al viento.
Desde pequeño, Henri demostró una sensibilidad especial. Le fascinaban los matices, las texturas, y los juegos de luces y sombras que bailaban en las paredes de su casa. Su familia, aunque modesta, supo ver en él un alma de artista. Así que le permitieron estudiar arte en Lille primero, y luego en París, donde el mundo del arte era una ciudad dentro de la ciudad: un hervidero de ideas, de pinceles inquietos y lienzos aún en blanco.
El encuentro con los colores puros
Pero Henri no se dejó llevar por las corrientes del momento. Sí, conoció el realismo, el academicismo, incluso el impresionismo que bullía en los cafés de Montmartre, pero lo que más le impresionó fue el color. No los colores apagados del pasado, sino los vivos, los que podían casi escucharse si se los miraba el tiempo suficiente.
Por eso, cuando descubrió a Georges Seurat y Paul Signac, se sintió como quien encuentra su verdadero hogar.
Seurat y Signac habían inventado una técnica muy curiosa: el puntillismo. En vez de mezclar los colores en la paleta, colocaban diminutos puntos de color puro uno al lado del otro sobre el lienzo. Desde cerca, parecían simples puntitos caóticos, pero al alejarse, la magia ocurría: los ojos del espectador mezclaban esos colores y creaban una imagen vibrante y luminosa.
Henri quedó maravillado. Era como si la pintura respirara.
Fue así como se unió al movimiento neoimpresionista, no solo como seguidor, sino como uno de sus más importantes representantes. Pero su toque era distinto. Más suelto, más libre. Si Seurat era el científico del arte, Cross era el poeta. Donde el primero medía la distancia entre puntos y estudiaba las leyes ópticas, el segundo dejaba que su pincel danzara al ritmo de las cigarras y el perfume del mar.
Puedes descargar la version ampliada en PDF
| DESCARGAS | |
| Érase una vez… Henri-Edmond Cross | DESCARGAR |



