
Érase una vez… Jean-Baptiste-Camille Corot
El pintor que soñaba con los árboles
Érase una vez un joven soñador, callado y tranquilo, que amaba los árboles más que los salones de baile y los paisajes más que los retratos de reyes. Se llamaba Jean-Baptiste-Camille Corot, y aunque nació en París en 1796, su corazón pertenecía a los campos y bosques que rodeaban la ciudad.
Desde pequeño, Corot parecía vivir en dos mundos: en uno estaba su familia, comerciantes respetables que querían que su hijo trabajara en una tienda; en el otro, estaba él, con su cuaderno en mano, dibujando la luz que caía sobre las hojas, la niebla que abrazaba los lagos, y las ramas que se mecían como si tuvieran voz propia.
Durante años, obedeció a sus padres y trabajó como vendedor de telas. Pero cada vez que podía, escapaba a las afueras de París, donde el cielo era más ancho y la tierra más sincera. Allí dibujaba en silencio, como si al hacerlo pudiera entender mejor la vida.
Hasta que un día, ya con casi 26 años, les dijo a sus padres:
—Quiero dedicarme a la pintura. De verdad.
Y para sorpresa de todos, su padre lo apoyó. Le dio una pequeña renta anual que le permitió vivir con modestia, pero con libertad. Ese fue el primer gran regalo que recibió: el tiempo para observar el mundo y convertirlo en arte.
Corot no empezó con fuegos artificiales ni grandes exposiciones. Empezó caminando. Paseando por Francia, por Italia, por las colinas de Roma, por las calles tranquilas de Fontainebleau. Se detenía a pintar al amanecer, cuando todo estaba quieto. No necesitaba héroes ni escenas dramáticas. Solo la luz cambiando entre las ramas, el reflejo del agua, una figura solitaria entre los árboles.
Sus cuadros parecían suspiros pintados, como si el viento hubiera pasado por el lienzo y dejado un rastro suave de color. Y aunque al principio algunos críticos lo llamaban “blando” o “demasiado simple”, otros empezaron a notar algo especial en él: una especie de verdad poética. Corot no mostraba el mundo como una fotografía, ni como una fantasía. Lo mostraba como un recuerdo bello, de esos que vuelven a ti cuando cierras los ojos y piensas en un lugar que te hizo feliz.
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