Odín y el Ragnarök: Ecos de un Destino

Odín y los Lobos del Fin del Mundo

Los Ecos del Destino

Odín, el Padre de Todos, caminaba solo por los corredores del tiempo, envuelto en la bruma de los sueños que preceden al fin. En su trono alto de Hliðskjálf, desde donde podía ver todos los mundos, su único ojo —el otro lo había entregado por sabiduría— no hallaba reposo. Porque en lo más hondo del cosmos, algo se agitaba.
Los Nornas, tejedoras del destino, ya no ocultaban susurros: “El lobo se libera. La serpiente se retuerce en sus mares. El crepúsculo de los dioses se acerca.”
Odín, que había vencido a gigantes, domado los vientos y aprendido los secretos de las runas colgado del árbol Yggdrasill, sabía que todo su saber, todo su poder, no bastarían para detener el Ragnarök. Pero aún así, caminaba. Pensaba. Preparaba.

Fenrir, la Bestia Encadenada

Lo habían criado en Asgard. Un simple cachorro al principio, traído por Loki, hijo del caos. “Un regalo de mis andanzas”, dijo el dios embaucador con sonrisa torcida. Pero Fenrir creció. Y creció. Y creció.
Su sombra cubría prados enteros. Su aliento derretía el hielo. Su mirada desafiaba a los mismísimos Æsir. Solo Tyr, el dios del valor, se atrevía a acercarse sin temblar.
Cuando los dioses intentaron encadenarlo con lazos comunes, los rompió como juncos. Al final, encargaron a los enanos la creación de Gleipnir, una cinta forjada con ingredientes imposibles: el sonido de las pisadas de un gato, la barba de una mujer, la raíz de una montaña, el aliento de un pez, la saliva de un ave y la promesa de una mentira.
Fenrir desconfió. Solo aceptó ser atado si uno de ellos ponía su mano como prenda de buena fe. Tyr lo hizo. Y perdió su diestra entre las fauces del lobo.
Así quedó Fenrir atado. Pero no sometido.
Desde entonces, bajo la sombra de una montaña, rugía en sueños, y cada eco era una grieta en los muros del tiempo. Odín sabía que esa cadena no duraría para siempre.

La Serpiente de Midgard

Más lejos aún, donde el mar toca los límites del mundo, dormía Jörmundgander, el hijo serpiente de Loki. Tan vasta era su longitud que rodeaba toda Midgard, la tierra de los hombres, y se mordía la cola en un gesto eterno.
Odín la había arrojado al océano en tiempos antiguos, pero no por odio. Lo hizo por miedo. Porque la visión era clara: esa serpiente crecería tanto que haría temblar la tierra, envenenaría los cielos y se alzaría contra Thor, su enemigo jurado.
A veces, en las noches más silenciosas, los dioses sentían el oleaje de la criatura girando. Cuando el mar rugía sin tormenta, sabían que Jörmundgander soñaba con guerra. Y sus sueños eran preludio de tempestad.
Odín conocía su destino: cuando el Ragnarök llegase, Thor mataría a la serpiente. Pero daría nueve pasos antes de caer, ahogado por su veneno.

No hay victoria en esas visiones. Solo intercambio.

Puedes descargar la version ampliada en PDF: Descarga

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *