
FREYJA — La Reina del Oro y la Sangre
Nadie recuerda su llegada. Solo que, donde antes había nieve, apareció una huella marcada en oro fundido. Y luego otra. Y otra.
El herrero la vio primero. Una mujer con ojos como el cielo en verano y el paso de una loba entre espinas. No habló. Solo alzó la mano y, con un gesto, le pidió su mejor collar. El hombre, temblando, se lo dio sin saber por qué.
—Te lo devolveré cuando la guerra termine —dijo ella.
Pero no había guerra.
No aún.
Esa misma noche, los hombres del sur atacaron. Incendiaron los campos, clavaron lanzas en la tierra y en los cuerpos. Y cuando todo parecía perdido, la mujer volvió, vestida de halcón y envuelta en un resplandor que cegaba.
Nadie supo cómo luchaba. Solo que los enemigos se detenían al verla. Algunos arrojaban sus armas. Otros caían de rodillas. Y unos pocos, los más tercos, intentaban herirla. A ellos los besaba en la frente… y jamás se levantaban.
Al amanecer, no quedaban enemigos. Tampoco ella.
Solo una trenza de cabello dorado entre las llamas, y el collar, limpio, sobre el yunque del herrero.
Con él, una runa grabada:
«Aquello que amas, protégelo con furia. Y si has de morir por ello, hazlo hermosa.»
Desde entonces, cada vez que alguien en la aldea hace una promesa de amor o guerra, deja una moneda sobre la nieve. A veces desaparece. A veces no. Pero cuando lo hace, las batallas se ganan sin explicaciones, y los corazones se rompen de forma más dulce.
Porque Freyja no olvida.
Solo espera.
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