
Loki, el dios travieso y astuto, siempre había sido una figura enigmática. Nacido de gigantes, pero adoptado por los dioses, su naturaleza misma era un caos en constante cambio. A menudo, su corazón se llenaba de bromas y risas, pero también de sombras oscuras.
Cuando Baldr, el dios de la luz, fue asesinado por un engaño urdido por Loki, el equilibrio de los Nueve Reinos se quebró. Las risas del dios de los trucos fueron reemplazadas por murmullos de ira y desesperación. Los dioses, una vez sus camaradas, lo vieron como una amenaza. Y entonces, Odín, el Allfather, hizo lo impensable: exilió a Loki.
Loki, el hijo de Hela, había causado mucho daño, pero también había traído consigo muchas bendiciones. Sin su astucia, Thor nunca habría vencido a los gigantes de Jotunheim, ni Freyr habría obtenido su espada mágica. Sin embargo, la traición de Loki, al matar a Baldr, fue demasiado para los dioses. El Ragnarok estaba cerca, y su papel en los eventos que se avecinaban no podía ignorarse.
El exilio de Loki fue tan implacable como su poder. Fue encadenado en una cueva, con veneno goteando constantemente sobre su rostro. Sigyn, su leal esposa, se quedó a su lado, protegiéndolo con un cuenco para que el veneno no lo tocara. Pero incluso en su sufrimiento, Loki no dejó de reír. Su risa resonaba a través de las cavernas, una risa que hablaba de la inevitabilidad de la caída de los dioses.
Y mientras las fuerzas del destino avanzaban hacia la guerra final, Loki sabía que su papel estaba predestinado. El exilio no fue un castigo, sino un presagio. El día del Ragnarok, él sería liberado. Y cuando eso ocurriera, el mundo de los dioses, tal como lo conocían, llegaría a su fin.
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