
El Barco Maldito de Hrolf el Despiadado
El viento aullaba entre los acantilados del Fiordo de los Susurros, arrastrando consigo el frío salado del mar del Norte. Olaf el Terrible, con su melena roja enmarañada y su ojo único brillando como el acero, pisó con fuerza el muelle de Skarholm. A su lado, Bjorn el Tronchahuesos ajustaba el agarre de su hacha, cuya hoja mostraba mellas de incontables batallas.
El pueblo entero parecía contener la respiración. Mujeres apartaban a sus hijos de la vista de los recién llegados, mientras los pescadores más viejos intercambiaban miradas cargadas de presagios.
«Ese barco… no es de este mundo», murmuró un anciano, señalando hacia la niebla espesa que flotaba sobre las aguas. «Es el drakkar de Hrolf el Despiadado. Lleva treinta inviernos en el fondo del fiordo, pero cada luna negra emerge para tentar a los codiciosos.»
Bjorn soltó una carcajada que resonó como un trueno. «¡Buen augurio! Donde hay fantasmas, hay tesoros.»
El viejo sacudió la cabeza con solemnidad. «Hrolf robó el oro sagrado del Templo de Njord. Los sacerdotes moribundos lo maldijeron, y ahora su nave vaga entre los mundos. Los últimos que intentaron abordarla…» Hizo una pausa dramática. «Sus cuerpos aparecieron en la playa, con las pupilas tan negras como la medianoche.»
Al alba, cuando las sombras aún bailaban entre los riscos, los dos guerreros abordaron su knarr y remaron hacia la silueta fantasmagórica. El drakkar parecía construido con huesos más que con madera, sus velas desgarradas ondeaban como vendas en un cadáver. Dos cuervos de plumaje inusualmente brillante observaban desde el mástil superior.
«¿Muninn y Huginn?» preguntó Bjorn, menos seguro ahora.
«O demonios tomando su forma», respondió Olaf mientras sus botas pisaban la cubierta que crujía de forma inquietante.
En el centro de la cubierta, iluminados por una luz que no provenía del sol, tres cofres esperaban:
- El Cofre de Oro, adornado con serpientes cuyas escamas parecían moverse, proclamaba: «El tesoro está en este cofre.»
- El Cofre de Plata, más pequeño pero con runas que sangraban una sustancia oscura, advertía: «El tesoro no está en este cofre.»
- El Cofre de Bronce, manchado con lo que olía a sangre vieja, declaraba: «El tesoro no está en el cofre de oro.»
Bjorn se acercó al dorado, seducido por su brillo. «¡Solo un necio escondería un tesoro en el más humilde!»
Olaf lo detuvo con firmeza. «Piensa, hermano. Solo una inscripción es verdadera. Esto es una prueba de los dioses.»
El viento llevó entonces un susurro que erizó el vello de sus nucas: «Eligid con sabiduría, mortales. La avaricia ahoga más rápido que el mar.»



¿Qué cofre deberían abrir?
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