






Joaquin Sorolla
Érase una vez… un pintor que atrapaba el sol.
Había una vez, en una ciudad bañada por el mar llamado Mediterráneo, una ciudad de torres altas y calles bulliciosas llamada Valencia, un niño que soñaba con la luz. Se llamaba Joaquín, y su vida no fue siempre fácil. Cuando era muy pequeño, una terrible tormenta llamada cólera se llevó a sus padres, y él y su hermana pequeña se quedaron solos en el mundo, como dos pajaritos en un nido vacío.
Sus tíos, que tenían un corazón tan grande como su humilde hogar, los acogieron. Y fue allí, en la tristeza de aquellos días, donde Joaquín descubrió su magia. No era una magia de varitas ni de hechizos, sino la magia de trazar líneas sobre un papel. Con un carbón, podía hacer que un caballo galopara, que un barco navegara o que la sonrisa de su hermana quedara grabada para siempre. Sus tíos, al ver aquel don, entendieron que sus manos estaban destinadas a crear belleza, y lo animaron a aprender el oficio de la pintura.
Joaquín creció y, con sus pinceles y lienzos bajo el brazo, viajó a Madrid, la gran ciudad donde vivía el rey. Allí, en un palacio llamado Museo del Prado, conoció a los gigantes. No eran gigantes de carne y hueso, sino de pintura: Velázquez, Ribera, El Greco… Sus cuadros colgaban de las paredes y Joaquín podía pasar horas y horas mirándolos, aprendiendo sus secretos, cómo hacían para que una tela pareciera de seda o una lágrima pareciera real.
Pero Joaquín no quería pintar como ellos. Él anhelaba algo diferente. Soñaba con atrapar lo más escurridizo y hermoso que existe: la luz del sol.
El hechizo de la luz
Un día, Joaquín viajó a Roma, la ciudad eterna, para seguir aprendiendo. Y aunque allí pintó cuadros grandiosos y serios, su corazón no estaba completo. Hasta que un verano, lo invitaron a visitar París, la ciudad de las luces. Y fue allí donde vio a unos pintores que pintaban de una manera que le dejó sin aliento. Eran los «impresionistas». Ellos no pintaban las cosas con todos sus detalles, sino que pintaban la «impresión» que la luz produce en un instante. Pintaban cómo el sol jugaba entre las hojas de los árboles, cómo se reflejaba en el agua, cómo teñía de rosa la nieve al atardecer.
Fue como si alguien hubiera encendido una luz dentro de su cabeza. «¡Eso es!», pensó Joaquín. «¡Eso es lo que yo quiero hacer! No quiero pintar las cosas, quiero pintar la luz que las baña».
Y así, cuando volvió a España, a su querida Valencia, algo había cambiado. Ya no miraba a la gente, al mar o a los jardines. Miraba cómo el sol los iluminaba. Se dio cuenta de que el sol de Valencia no era como el de Madrid o el de Roma. Era un sol brillante, directo, alegre, que creaba sombras intensas y colores vibrantes. Era un sol que cantaba.
La familia, su jardín más querido
Pero para encontrar su luz más pura, Joaquín no tuvo que ir muy lejos. La encontró en su propia casa. Se había casado con Clotilde, una mujer inteligente y de mirada dulce, y juntos tenían tres pequeños soles: María, Joaquín y Elena. Su familia se convirtió en su jardín particular, el lugar donde podía estudiar la luz en su estado más feliz.
¡Y vaya si lo hizo! Pintó a su mujer, Clototilde, con vestidos blancos tan luminosos que parecían hechos de nubes. La pintó leyendo en la cama, con la suave luz de la mañana acariciando su rostro. Pintó a sus hijos una y otra vez. Los pintó corriendo por la playa, con el agua salpicando como diamantes. Los pintó dormidos, con la luz filtrándose entre las persianas y pintando rayitas de oro sobre sus pijamas. Los pintó en el jardín, entre las flores, con sus ropas blancas reflejando el sol como espejos.
En esos cuadros, Joaquín no solo pintaba a su familia. Pintaba el amor, la tranquilidad, la alegría de un hogar. Pintaba instantes de pura felicidad, y lo hacía usando su varita mágica: la luz del sol. Aprendió que la luz no era solo blanca; podía ser rosa, azul, dorada o verde, dependiendo de dónde y cómo cayera.
La gran aventura: atrapar el mar
Si su familia era su jardín, la playa valenciana era su reino. A Joaquín le obsesionaba el mar Mediterráneo. Pero no el mar oscuro y profundo de las noches de tormenta, sino el mar de la costa, el mar de los pescadores, el mar donde jugaban los niños.
Se levantaba al amanecer, caballete en una mano y caja de pinturas en la otra, y se plantaba en la arena. Y entonces, comenzaba la batalla más bonita del mundo: la batalla por atrapar la luz en el agua.
Era una batalla contra el tiempo, porque la luz cambia constantemente. A las ocho de la mañana, la luz era plateada y fría, y el mar tenía un color azul verdoso. A las diez, el sol ya estaba alto y la luz se volvía dorada, haciendo que la espuma de las olas brillara como fuego blanco. A mediodía, la luz era tan intensa que casi no se veían sombras, y todo parecía fundirse en un baño de claridad.
Joaquín aprendió a pintar rápido, con pinceladas largas, seguras y llenas de energía. No pintaba cada detalle de un barco, sino la impresión del barco bañado por el sol. No pintaba cada ola, sino el destello cegador del sol al chocar contra el agua. Pintaba a los pescadores arrastrando sus redes, con sus cuerpos fuertes y bronceados contrastando con la espuma blanca. Pintaba a los niños descalzos corriendo por la orilla, con el agua mojándoles los pies y el sol brillando sobre su piel mojada.
Sus cuadros no eran silenciosos. ¡Al mirarlos, casi se puede oír el rumor de las olas, las risas de los niños y el chillido de las gaviotas! Y sobre todo, se siente el calor del sol en la piel. Había conseguido lo imposible: había encerrado el verano en un lienzo.
El encargo de un gigante
La fama de Joaquín, el pintor del sol, creció y creció, como la espuma de una ola. Cruzó el océano y llegó hasta un país muy grande llamado Estados Unidos. Allí, un hombre muy importante, el señor Archer Milton Huntington, que amaba la cultura española, quedó tan maravillado con su pintura que le hizo un encargo de cuento de hadas.
«Joaquín», le dijo, «quiero que pintes España para mí. No sus reyes ni sus batallas, sino su luz. Quiero que pintes la luz de cada rincón de este país».
Era un trabajo inmenso, un desafío titánico. Durante casi ocho años, Joaquín viajó por toda España con su familia. Viajó a las tierras doradas de Castilla, donde pintó a los campesinos segando el trigo bajo un sol de justicia. Viajó al norte verde y lluvioso, donde la luz era suave y difusa. Viajó a Andalucía, donde pintó los patios blancos de Sevilla llenos de flores rojas y azules, y las playas de Ayamonte, con sus mujeres elegantísimas paseando bajo sombrillas.
Pintó más de 300 cuadros enormes, que luego colgarían en una biblioteca especial en Nueva York, llamada The Hispanic Society. Fue su obra maestra, su gran sinfonía de luz. Mostró al mundo que España no era un solo color, sino un mosaico de luces distintas, todas hermosas.
El ocaso del sol
Joaquín era feliz. Había conseguido su sueño: su magia era admirada en todo el mundo. Tenía una familia a la que adoraba y un jardín en Madrid, lleno de fuentes y flores, donde seguía pintando. Ese jardín era su refugio, su pequeño paraíso privado donde la luz jugaba entre las enredaderas.
Pero un día, mientras pintaba en su jardín, una sombra silenciosa se cruzó en su camino. Una enfermedad le nubló la mente y le robó la magia de sus manos. El hombre que había pasado su vida persiguiendo la luz, ahora vivía en una penumbra de la que no podía escapar.
Tres años después, el pintor del sol se apagó. Pero, ¿realmente se apagó?
El legado de luz
Porque he aquí la verdadera magia de Joaquín Sorolla. Su luz nunca se apagó. Quedó atrapada para siempre en sus cuadros. Hoy, si visitas un museo donde cuelgan sus pinturas, puedes sentirla. En la sonrisa de su hija Elena, en el vestido blanco de Clotilde, en el agua turquesa de una playa valenciana, en el sudor de un pescador.
Sorolla nos enseñó que la belleza no está solo en las grandes historias, sino en los instantes simples y felices bañados por el sol. Nos enseñó a mirar el mundo con ojos de niño, maravillándonos por cómo la luz dorada de la tarde puede convertir una calle cualquiera en un lugar mágico.
Así que, la próxima vez que estés en la playa y veas el sol brillar sobre el mar, o cuando una luz de la tarde entre por tu ventana y pinte tu habitación de oro, recuerda al niño que quedó huérfano y que, con un pincel en la mano, decidió atrapar toda la luz del mundo para regalárnosla. Porque érase una vez un pintor que, contra todo pronóstico, logró enjaular el sol en sus lienzos, y lo dejó brillando para siempre, para nosotros.
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