
Érase una vez Edward Hopper
El pintor que escuchaba a la luz
1. El hombre de la ventana
En el último piso de un edificio de ladrillo rojo, justo al lado de una lavandería que siempre olía a vapor y lejía, vivía un hombre que jamás cerraba del todo las cortinas. A los vecinos les parecía una excentricidad más, una de tantas que se perdonaban porque el hombre era artista, y ya se sabe que los artistas viven en otro horario, en otra lógica, con otra forma de estar en el mundo.
Se llamaba Edward. Nadie lo llamaba «señor Hopper». Era «Edward», simplemente, como si decir su nombre con formalidad rompiera algo. Pasaba horas mirando por la ventana. Pero no observaba a la gente. No era un espía. Miraba la luz.
Le interesaba cómo entraba a distintas horas del día, cómo se estiraba por el suelo de madera, cómo se doblaba en ángulos sobre el borde de una silla. Podía pasar veinte minutos observando cómo una sombra se movía dos centímetros. No era paciente: era devoto.
2. Luz con café
Todas las mañanas bajaba a una cafetería en la esquina. No hablaba. Se sentaba en la mesa de siempre, pedía lo de siempre: café solo, sin azúcar, y se quedaba mirando la puerta de cristal. Le fascinaba la manera en que el sol de las diez de la mañana se reflejaba en el suelo de baldosas blancas y negras. Había algo de cinematográfico en eso, como si esperara que en cualquier momento alguien entrara y comenzara una escena crucial. Pero nadie lo hacía.
Los camareros aprendieron a dejarlo estar. Una vez, uno nuevo le preguntó si quería algo más, y Edward lo miró como si acabara de interrumpir un poema. El encargado le hizo un gesto con la cabeza. “Déjalo, está componiendo”, le dijo.
Nadie sabía si tomaba notas mentales o si simplemente se dejaba llevar por una forma rara de contemplación. Pero una semana después, en una galería pequeña de la calle 12, apareció una pintura suya: el interior exacto de la cafetería, sin clientes, salvo una mujer sola junto a la ventana, mirando la puerta como si esperara a alguien que no llegaría nunca.
3. El estudio del silencio
Su estudio no tenía música. No había radio, ni tocadiscos, ni relojes que hicieran tictac. Todo lo que sonaba era el roce del pincel contra el lienzo y, muy de vez en cuando, los pasos de Josephine, su esposa y también pintora, que caminaba descalza como si estuviera en una iglesia.
Él no hablaba mientras pintaba. No porque se concentrara, sino porque sentía que hablar empujaba a la luz a marcharse. La luz era una criatura tímida, que solo se quedaba si se le daba espacio. En invierno, los días cortos lo ponían nervioso. Trabajaba con rapidez, intentando atrapar esa claridad helada que teñía los edificios y que hacía parecer todo más lejano, más quieto.
Jo, como él la llamaba, posaba a veces para él. Le costaba. No porque no quisiera, sino porque se sentía como una intrusa en una escena que él ya había imaginado antes de que ella se sentara. Aun así, lo hacía. Sabía que Edward no pintaba personas: pintaba presencias. Pintaba lo que quedaba cuando alguien ya no tenía nada que decir.
Puedes descargar la versión ampliada en PDF: Descarga
