Odin y La batalla de las runas

El silencio del abismo

Antes del tiempo y del canto, antes de que la luna conociera el rostro del lobo, existía solo el Gran Abismo: Ginnungagap. En sus bordes, el hielo y el fuego dormían, y en su centro palpitaba un secreto antiguo como el vacío mismo. No era una cosa ni un ser, sino el Lenguaje del Todo, el tejido oculto del universo: las runas.
Las runas no eran meros signos. Eran huesos del cosmos, vibraciones que sostenían el tiempo, el destino y los nombres. Y quienes las conocieran, podrían hablar a los vientos, doblar los árboles, romper los lazos de la muerte o tejer profecías con la lengua.
Pero nadie, ni los dioses ni los gigantes, las conocía. Estaban custodiadas por las Nornas, las tejedoras del destino, bajo las raíces del gran fresno Yggdrasil, donde el pozo de Urd escondía sus secretos más profundos.

Odín y el hambre del saber

Odín, el Padre de Todos, señor de Asgard y de la lanza que nunca falla, no era un dios como los otros. Mientras Thor buscaba gloria en el trueno y Freyja danzaba entre el amor y la muerte, Odín buscaba saber.
No dormiría tranquilo mientras hubiera un secreto que no conociera. Había entregado un ojo por una gota de sabiduría en el pozo de Mimir, y aún así, su ansia ardía.
—He visto los hilos del destino —dijo una noche a Frigg, su esposa—. Pero no los entiendo. ¿Qué fuerza los teje? ¿Qué palabras los atan?
Frigg, que sabía más de lo que decía, solo le respondió:
—Las Nornas no hablan, Odín. Solo las runas hablan por ellas.
Entonces lo supo: si quería dominar el destino, debía robar las runas.

El sacrificio del colgado

Las Nornas no entregan nada. Ni por trueno, ni por oro, ni por promesa. Por eso, Odín ideó un sacrificio tan grande que incluso las raíces del mundo se estremecerían.
Una noche sin luna, caminó hasta la rama más alta de Yggdrasil. Allí, se atravesó con su lanza Gungnir, y se colgó del árbol durante nueve días y nueve noches, sin comida, sin agua, sin ayuda. Su sangre goteaba entre las hojas eternas. Su cuerpo temblaba entre el dolor y el trance.
No rezó. No pidió. Solo esperó.
Al noveno día, cuando su alma comenzaba a disolverse en la niebla del Niflheim, vio. Las runas se revelaron ante él no como símbolos, sino como ecos del universo. Cada una cantaba una verdad: sobre la muerte, sobre el amor, sobre el fuego, sobre el hierro, sobre lo inevitable.
Entonces cayó del árbol, muerto por un instante y renacido con la lengua del cosmos en sus labios. El conocimiento le había sido entregado.
Pero era un regalo envenenado.

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