
Una niña que aprendió a ver
Colleen Barry no fue una niña de juguetes ruidosos ni de dibujos animados. A los cinco años, mientras otras niñas garabateaban flores de colores con crayones, ella intentaba trazar la curva de una mejilla o la línea sutil del párpado de su madre mientras dormía en el sofá.
En casa, el silencio era un aliado. Sus padres, aunque no artistas, comprendieron pronto que su hija tenía algo distinto: una necesidad obsesiva de observar. No mirar —no como se enseña a los niños a mirar las cosas con rapidez— sino observar con una intensidad que a veces asustaba. A Colleen no le interesaba el qué, sino el cómo: cómo se posaba la sombra bajo una taza, cómo se reflejaba la luz en una piel pálida, cómo la tristeza se asentaba en los párpados antes que en las lágrimas.
Su madre la llevaba cada domingo al museo de arte de Washington. Era su ritual. Allí, entre las salas de maestros flamencos, italianos, franceses, ella se sentaba en silencio frente a los retratos antiguos y no decía nada durante horas. Solo respiraba. Solo absorbía.
—¿Te gustan estos cuadros? —le preguntó una vez su madre.
—No me gustan —respondió con la seriedad que solo un niño extraño puede tener—. Me hablan.
Aquella respuesta bastó para que sus padres la tomaran en serio. A los catorce años pidió como regalo de cumpleaños un cuaderno de papel italiano, carboncillo de calidad y un lápiz Staedtler del número 3. Ya no quería copiar personajes de televisión ni paisajes inventados: quería estudiar.
A los dieciocho, se mudó a Nueva York para estudiar en la Art Students League. No eligió la escuela por moda ni por comodidad, sino porque allí enseñaban como en el siglo XIX. Modelos vivos, bustos de escayola, luz natural, tiempo real. Nada de pantallas, filtros ni efectos. Solo la mirada, la mano y la paciencia.
Pasó años dibujando yesos antiguos. No un día, ni una semana. Años. Aprendiendo el peso del volumen, la estructura del rostro humano, la lógica interna del gesto.
Su maestro, Jacob Collins, no tardó en reconocer su talento. Pero Colleen no buscaba elogios. Buscaba comprensión. Técnica, sí, pero también verdad. Una verdad que no siempre se mostraba, sino que a veces se ocultaba en la forma de una mano tensa o en la línea de una clavícula bajo la tela.
Poco a poco, fue desarrollando una voz propia. No una voz estridente, sino una que susurraba. No pintaba escenas teatrales ni rostros idealizados. Pintaba personas. Personas con ojeras, con inseguridades, con historias.
—No quiero que mis modelos posen —dijo una vez—. Quiero que estén.
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